Lo prometido es deuda. Comenzamos hoy una nueva sección en la que conoceremos cómo era la gastronomía en tiempos pasados, qué se comía en la antigüedad o visitaremos locales y establecimientos de buen yantar que por alguna razón u otra han hecho historia.
En esta ocasión viajamos más de dos mil años atrás en el tiempo para desentrañar más de cerca los orígenes de una de las bebidas que hizo furor en la época romana: el vino. Este caldo no otra cosa que el zumo fermentado de uvas aplastadas. Las levaduras naturales, presentes en la piel de los granos, convierten los azúcares del jugo en alcohol.

Los antiguos romanos mostraron un inusitado interés por el vino. En la época imperial, su consumo estaba en torno a 1-5 litros por persona y día. Había en Roma diferentes variedades de este caldo: mostum, merum y mulsum. El primero era solo zumo de uva. El merum adquiría el grado de vino puro, zumo de uva fermentado sin aditivos. Mientras, el mulsum era vino endulzado con miel.
El vino no solo era un elixir con el que se hidrataban los habitantes de la República, primero, y del Imperio, después. Para los romanos, cultivar la vid era algo honrado y mundano, pero el vino resultante encarnaba tanto el lugar del que venían como aquello en lo que se habían convertido. El poderío militar de una cultura fundada por afanosos agricultores estaba simbolizado por la insignia que señalaba el rango de un centurión romano: una vara de madera cortada de un retoño de vid.

La península itálica pasó a ser la primera región del mundo productora de vino en torno al año 146 antes de Cristo, momento en el que Roma se convierte en dueña del Mediterráneo tras la aniquilación de Cartago. Importó viticultores de Grecia, y la agricultura de subsistencia no alcanzaba a cubrir la demanda.
El vino se transportaba de un extremo del Mare Nostrum en naves que por lo común tenían capacidad para unas dos mil a tres mil ánforas de cerámica, junto a cargamentos de esclavos, frutos secos, aceite, cristales, perfumes y otros artículos de lujo.
Al igual que los griegos antes que ellos, los romanos consideraban el vino un producto de primera necesidad. Lo bebían el césar y los esclavos por igual. Este preciado caldo se convirtió en un símbolo de diferenciación social, un indicador de la riqueza y alcurnia del bebedor. El más preciado era el falerno, un vino italiano de la región de Campania. Se convirtió en el vino de la elite.
Los caldos de peor calidad se adulteraban con aditivos y conservantes como la brea, al igual que con pequeñas cantidades de sal o agua marina. Por debajo de esos vinos modificados estaba la posca, una bebida que se elaboraba mezclando agua con vino picado y avinagrado. Este vino se asignaba por lo general a los soldados romanos cuando no había mejores caldos disponibles. Se trataba de una manera de matar los gérmenes del agua. Para valientes.

El último peldaño del escalafón romano del vino lo ocupaba la lora, la bebida que solía servirse a los esclavos, y que dudamos de que fuera vino como tal. Se elaboraba mojando y prensando las pieles, semilla y tallos sobrantes de la preparación del vino para producir un caldo claro, flojo y amargo.
Los romanos ya descubrieron las propiedades saludables que proporciona el vino. El médico Galeno recetaba con regularidad vino y remedios basados en esta bebida para mejorar la salud del emperador. Dentro del marco de la teoría de los humores, el vino se consideraba caliente y seco, de modo que proporcionaba la bilis amarilla y reducía la flema. Debía evitarlo todo aquel que padeciera de fiebre, pero podía tomarse como remedio para un resfriado.

Cuanto mejor fuera el vino, creía Galeno, más eficacia medicinal tendría. Acompañado por un bodeguero para que le abriera y le sellara las ánforas, el médico se dirigió, como era previsible, directo al falerno para uso terapéutico.
Muchas de las ánforas que trasportaban el vino hasta Roma se rompían durante la travesía y, al llegar al puerto, los fragmentos (testa) eran arrojados a un vertedero destinado a tal fin. Con el paso del tiempo se formó una colina, de unos 30 metros de altura, que es conocida como el monte Testaccio.
Fuente: Texto extraído del libro Eso no estaba en mi libro de Historia de Roma, de Javier Ramos (Editorial Almuzara)